martes, 15 de mayo de 2007

Prejuicios

foto: E.G.

Odio los prejuicios, y más cuando estos acaban siendo símbolo de entorpecedora perpetuidad en nuestras vidas. Son como piedras de cantos rodados que nos llenan de peso los bolsillos de la conciencia. Al fin y al cabo, debiera ser tan sólo cuestión de tiempo y experiencia ir desprendiéndonos de ellos de forma más o menos decisiva; por nuestro bien y el de la convivencia con nuestros semejantes, con nuestro día a día en una sociedad, que entre todos, nos va tocando hacerla más libre; más abierta, más sencilla, más compresiva, más sonriente, más consecuente, más fructífera, menos complicada y más equilibrada.

Algunos vamos ignorándolos casi inconscientemente, dejándolos caer por el camino, así de forma deliberada, indolora. Ni siquiera oficiamos una despedida. Y es que, sincera y llanamente, deseamos beber con apremio de las sabias enseñanzas que proceden su marcha, agradeciendo así su partida para mayor comprensión de nosotros mismos y nuestro alrededor.

También pueden volverse como diminutos fragmentos de arenisca, que acaban disolviéndose muy poco a poco en el transcurso de nuestro viaje y estancia, nuestros amores y desamores, nuestras amistades ganadas y perdidas, nuestros miedos, nuestros valores… y previsiones futuras. Y tal vez nos toque incluso esperar a que el poso de nuestra estabilidad se asiente y asimile nuestro nuevo estado de evolutiva consciencia.

Hay casos en los que es brusco el desengaño, de entre nuestros equivocados pensamientos erróneamente sólidos y nuestro floreciente espíritu de aceptación y crecimiento personal. Es entonces cuando los tiramos al mar; con gran decisión, convencida y concienzudamente felices; liberando sensaciones, emociones, sentimientos y pensamientos antaño atados a nuestros temores educacionales conservadores, a nuestra idea de seguir la corriente que nos marcan las modas; nuestro entorno, los medios acaparadores que nos contaminan y demás influencias poco convenientes.

Por supuesto, es un gran error arrojarlos en tejado ajeno para deshacernos de ellos; pero lamentablemente, sigo percibiendo esta práctica demasiado habitual y cercana. Y es que tal vez no sea ya cuestión de querer abandonarlos, sino de cómo hacerlo. Aunque en caso contrario, y ante la contrariedad necia e impetuosa de quererlos conservar, seamos capaces de reconocer y combatir con humildad los perjuicios que pueden propinarnos nuestros propios prejuicios y prejuiciados.

Yo no me he percatado si tengo el tejado demasiado lleno. Pero... ¿quién no ha escuchado repicar sobre su azotea algún leve chasquido sospechoso? Seguramente, antes de subir a echar un vistazo... vacíe mis bolsillos tranquilamente y me siente a sopesar lo que encuentre. Estoy segura de que acabaré aprendiendo algo de mí misma antes de que los demás me insinúen algo equivocado y viceversa.